Una feliz infancia vivimos todos los hijos de los trabajadores en el campamento de la planta hidroeléctrica de Jumatán, municipio de Tepic, campamento que no era ya el que existió desde la fundación de la generadora hasta el último tercio de los años cuarentas, hecho con palos, hojas de palmera, piedras y lodo, en el borde derecho del Rio Ingenio, justo antes de arrimarse a la impresionante caída en cascada hacia el precipicio de más de cien metros. El nuevo campamento en dónde nos tocó vivir, en mi caso desde 1952, fue edificado con casas de estilo entre colonial y modernista con materiales de construcción y techos de dos aguas con lámina de asbesto, según el comentario personal del arqueólogo Francisco Samaniega cuando conoció este conjunto habitacional, fueron diseñadas con un estilo Art Deco. Era un conglomerado pequeño con seis casas inicialmente y otras tres agregadas posteriormente todas muy bien blanqueadas, con un jardín central perfectamente cuidado por los mismos trabajadores, dónde crecieron toronjos, granados, almendros, diferentes plantas de ornato todo con una alfombra de pasto muy bien recortado y cuidado. Para los ojos de los niños que vivimos en ese tiempo en Jumatán ese conjunto de convivencia era un verdadero paraíso. En la parte trasera de cada casa había amplios espacios de terreno en los que cada trabajador ocupó a su manera, unos sembrando de una forma hermosamente anárquica arboles frutales guayabos, limones, ciruelos mangos; otros construyeron hornos para hacer pan; crianzas de aves de corral que proporcionaban carne y huevos. Algunos como don Nicolás Morán incursionaron en la apicultura con mucho éxito, construyendo sus cajones y bastidores para sus colmenas con todos los sobrantes de madera llegando a acumular más de veinte colmenas en el patio trasero de su casa, produciendo miel a borbotones, cera y jalea real que llevaba a vender a Tepic, en tiempos de cosecha comíamos miel directo de las pencas hasta vomitarnos. Armó también un pequeño establo con cinco vacas lecheras en un lugar más alejado del campamento, con el trabajo que significa el acopio de pastura, la limpieza y la ordeña diaria obteniendo varios litros de leche para el consumo diario y la elaboración casera de algunos derivados. Desde el inicio, 1944, don Nicolás empezó a cultivar en el resto de su espacio una huerta de ciruelos que poco a poco fue ampliando extendiéndose a un terreno lateral llegando con él a acumular más de trescientos árboles de ciruela «tempranera» a los que le dedicaba mucho trabajo en tiempo de cosechar dado el beneficio económico que le proporcionó desde siempre por el buen precio que la fruta adquiría al ser la primera que se vendía en el mercado, además de vender a comerciantes en la misma huerta que se arrimaban con sus propios vehículos. Era muy común la cacería de animales silvestres que había en abundancia en los montes cercanos, como venados, jabalíes, palomas, etc., actividad que se hacía sin ningún control de lo que ahora se cuida para no propiciar la extinción de las especies. Se organizaban emocionantes expediciones, con la participación de los menores de edad, a la floresta circundante para recolectar gran variedad de frutos silvestres como nanchis, ahualamos, guamúchiles, juaquiniquiles, guapinoles, guayparines, anonas, semillas de chía y un largo etcétera. En Jumatán entre mayo y septiembre suele hacer un calor encabronado, que la gente lo amaina con ventiladores eléctricos y ventanas de par en par, por las tardes solíamos ir toda la tropa de hijos de los trabajadores al canal que alimenta de agua a la hidroeléctrica, que entonces corría limpia, a bañarnos como en una alberca del mejor balneario que pudiera existir entre la sombra de los tabachines y el verde del follaje. Una aventura de película era acompañar a nuestro padre en el turno de trabajo en su puesto de «operador» y su ayudante, de la planta hidroeléctrica. Iniciaba la acción desde la realización de los preparativos antes de la hora de partir hacia la zona de trabajo, como el bastimento en el portaviandas, la ropa que llevaríamos puesta según el clima, cuerdas y anzuelos para pescar, si el turno era de noche todo lo necesario para tenderse a dormir. Ya con todo lo necesario iniciaba el viaje con una caminata como de unos trescientos metros, desde el campamento al punto dónde se encuentra el «malacate» que es un carrete mecánico, que enrolla un grueso cable de acero dónde ya nos esperaba el trabajador que tenía el puesto de «malacatero» para manipularlo y dar inicio al descenso de más de 368 metros de largo de vía ferrea en un desnivel de más de cien metros. Era la parte más emocionante del trayecto, me parecía como la realización de un viaje al centro de la tierra sobre las vías en descenso, arriba de un carrito transportador de madera como de dos y medio metros de largo por dos de ancho con un cupo máximo para seis personas fijado fuertemente al cable de acero, es lo que se conoce como funicular, con dos bancas giratorias a todo lo ancho que se adaptaban a la inclinación del descenso manteniendo siempre la horizontal y la estabilidad de los viajeros. En el fondo de la barranca encajonada está el edificio con las turbinas y unidades generadoras, enmedio de un entorno selvático de una gran belleza natural, hábitat de variada fauna que dependía de esa vegetación y de la abundancia de agua. Convergen por un lado las aguas del salto del Río Ingenio que revienta en el fondo esparciendo una brisa fresca y vivificante y por el otro extremo, el descenso del Arrollo de Mojarritas con agua limpia que se aprovechaba para baños refrescantes, se une en el fondo a la afluencia del río. Los 110 metros que había de desnivel entre el inicio y el fondo de la barranca donde está la «casa de máquinas» como se le conoce, se completaban con los 368 metros de recorrido hacia abajo sobre la vía ferrea, en los que se pasaba por varios desniveles, de tal manera que cuando el carrito se aproximaba a cada uno de ellos nuestra banca tomaba su horizontal y lo que veíamos era solo un inmenso precipicio como si fuéramos en un vuelo, que tenía al frente la pared de un tupido bosque; aquí es donde se sentía que el estómago te daba vueltas, algo que se nos hacía muy emocionante y para los que iban por primera vez horrorizante. El cable que amarraba al carrito transportador o funicular tenía la longitud exacta hasta quedar a un contado de la casa de maquinas; al llegar una vez estacionados, se mandaba un mensaje frotando con un alambre fijado a la punta de una vara de madera, sobre una línea con cierta tensión eléctrica tendida por todo el trayecto: dos frotadas era «ya llegamos» y tres «el carrito puede regresar» cuando ya habíamos bajado y la pareja saliente una vez hecho el protocolo de cambio de turno ya se encontraba en el vehículo. Continuará…